jueves, 7 de febrero de 2013

Mi apología de la muerte.

     A la muerte no hay que temerle si para eso nacimos, no se le huye despavoridos, porque sólo los ignorantes y egoístas huyen de ella. A la muerte hay que mirarla sin deseos escondidos, hay que ser sinceros y puntuales. Porque la muerte es una señora de gran talento, de empuje frontal y opiniones abiertas, no evita el tiempo ni se le otorga prórroga, no camina lo que debe correrse, es justa y prudente.
     A la muerte no hay que buscarla en los silencios de las ausencias, pues se encuentra en el ruidoso andar de nuestra existencia, gritando el absurdo sinsentido de la vida, y luego se calla, enmudece ante los labios amorosos del amante sincero, se rinde a los pies de una mente tenaz, y se embelesa con la irónica y trágica condición humana. No es graciosa y no lo intenta, señora seria y de gesto adusto más bien, habría que decir, no habla pero aconseja, no entiende pero escucha.
     A la muerte hay que llegarle despacio y poco a poco, sin recatos ni vanidades, sin hipocresías ni frivolidades, llegarle de frente y sin atajos, mueran ya de una vez y conmigo los perdones que no se dijeron, los amores que no se vivieron, muera ya la vida que recorrí glorioso y gustoso, mis excesos mueren conmigo y no son suficientes.
A la muerte no hay que temerle si para eso nacimos.

     La habitación se encontraba al fondo del corredor, en el primer piso de aquella casa extraña, la luz amarilla le daban a las paredes blancas el dramatismo ideal para el momento aquel, el hijo menor sentado a sus pies, la hija menor a la cabecera por su lado izquierdo, y la mayor en su cuarto aparentemente descansando de haber cuidado todo el día a su padre como desde hace ya varios meses en que le diagnosticaron una enfermedad terminal, me acerqué para examinarlo y emitir a lo mucho un juicio u opinión que no distaba de lo ya antes dicho, el pronóstico sería el mismo, él moriría en los próximos días. Su calva cabeza con algunos cabellos blancos descansaba sobre una cómoda almohada, la mirada cansada, triste, angustiada y al mismo tiempo resignada, se le notaba el cansancio acuestas, los párpados algo caídos y unas bolsas por ojeras resultado de la retención de líquidos que se miraban grotescas, la piel arrugada y seca, la lengua empedrada, sedienta y agonizante, su respiración leve y superficial, los labios ávidos de color, la vida se notaba en sus últimos momentos, aquellos pulmones que otrora se llenaran de alquitranes y nicotina, ahora pasmados, lerdos, anquilosados y sedientos de aire, el corazón excitado, ansioso por enfrentarse al  destino, ese corazón que imagino que sufrió los sin sabores del amor frustrado o negado, ese corazón que un día fue rojo y apasionado, ya no era más que un tordo músculo cansado de tonos azules y tristes, ahí estaba él, tirado, incómodo, harto, con esa mirada perdida que tienen los que piensan demasiado o no piensan nada, las ropas mal puestas, botones abiertos entre ojales, se notaba el esmero de la familia para mantenerlo abrigado y en comodidad, ante aquel cuerpo desgastado no había más que admirarlo, contemplar la terminación de una creación perfecta, sin fuerzas, azorado, ese cuerpo languidecente que no hacía más que emitir sonidos, y más que sonidos quejidos, todos los dolores le atacan a un mismo tiempo, la reunión de los excesos de tu vida, o tus descuidos también, cuerpo impoluto, de moralidad compleja, te redimes de forma natural.

     La escena surrealista y de cliché me permitía apreciar el contexto presente, noté que algunos hijos se encontraban ausentes por cuestiones laborales, pero que al saber a su padre enfermo hicieron largos viajes, esperando lo peor, lo inevitable diría yo, después de mi exploración a fondo de su desgastado ser, mi diagnóstico, como el de otros tantos médicos más, fue terminal, explicando con términos llanos, que se trataba de un problema crónico, incurable, imparable y  mortal, no fui sutil, pero la verdad nunca lo es, me ofrecieron la silla más cercana y atentos escucharon mis palabras y recomendaciones finales, a menudo pienso que todas aquellas situaciones grises que me han tocado presenciar, sólo me han ido preparando para encarar las que me toque encarar, para sufrir mis propios duelos, para llorar por los míos. Uno nunca está preparado para su muerte, siempre hay pendientes, siempre quedan perdones en el pecho.
Al concluir mi... si acaso podré llamarla visita, baje las escaleras y vi un par de bellas fotografías en blanco y negro pertenecientes al dueño de aquel cuerpo moribundo, se le notaba jovial, alegre y de buen porte, sonreí, me despedí de forma general y salí, hacía un poco de frío, me coloqué el abrigo, eché una mirada a la habitación del viejo y se me escapó un pausado suspiro.

     No es tono mórbido lo que me complace compartirles, es más bien una experiencia personal, como hay miles o un millón cada día, mi admiración profunda por las personas que estén enfrentando la osada afrenta de la muerte, a ellos sólo puedo decirles que no se callen, que griten sus reproches, porque debajo del reproche suele esconderse el perdón, y si están en paz consigo, estarán en paz con lo que sea que haya ( si hay)  más allá de la muerte.





4 comentarios:

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